sábado, 21 de junio de 2008

La quaestio romana


En el tormento se averigua el hecho,
en el juicio, el derecho.
M. T. Cícero. Pro Milone.

En la antigua Roma la palabra Quaestio abarcaba dos conceptos, casi idénticos; inseparables uno del otro, indagatoria y tormento. Su uso está legalizado y bien reglamentado. Legalizado, pues según Cicerón «en el tormento se averigua el hecho y en el juicio el derecho!», y en su oración Pro Cluentio sostiene que en el juicio fueron presentadas las actas del interrogatorio que se confeccionaron durante los tormentos: tormentos a los que los griegos dieron carácter sacro-religioso, en cuanto los realizaron en el templo de Vulcano.

S. Agustín, el obispo de Hippona elogia al juez instructor por su bondad, que hace confesar a los delincuentes «non urentibus flammis..., sed virgarum verberibus!». No con fuego, sino sólo con azote.

Reglamentaron también el empleo de los tormentos, pues los magistrados, guiados por sus conceptos humanitarios establecieron que en la indagatoria no hay que comenzar inmediatamente con el tormento, sino se debe emplear este —como Arcadio Carisio dice— en la medida, que lo requieren los temperamentos de una razón moderada. Además, en el tormento, dice el sabio jurisconsulto Ulpiano, «siempre hay que inquirir, pero nunca sugerir!».

La finalidad del empleo de los tormentos en Roma era idéntica a la de la indagatoria: descubrir la verdad. Como Marciano lo dice: «Si no se la puede descubrir de otro modo, entonces sea lícito el empleo del tormento», y Paulo, el jurisconsulto, cita un edicto del emperador, que se publicó durante el consulado de Vibio Avito y Lucio Aproniano en estos términos: «Cuando no se puede explorar e investigar los delitos capitales de otro modo, sino por el tormento, estimo —dice el emperador— que es eficasísimo y creo que se le debe aplicar para investigar la verdad».

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Sin embargo, los mismos romanos llegaron muy pronto a la conclusión de que el empleo de los tormentos es ilógico, y por ello es también deshonroso.

Ilógico, y al par contraproducente, ya que los torturadores, en vez de obtener la verdad, logran arrancar solamente la mentira, pues los cobardes «prefieren mentir sobre cualquier cosa, inculpando a otros, en vez de sufrir los insoportables tormentos», y según Ulpiano «tampoco se puede prestar crédito a los que confiesan voluntariamente, porque a veces hablan directamente en contra suyo por el miedo o por cualquier otra cosa, mientras los valientes, menospreciando las torturas, supieron callar, o sacrificáronse por otros acusándose a sí mismos, ocultándose así otra vez más la verdad.

Era también injusta la tortura, porque en Roma, para saber la verdad acerca de la delincuencia del señor, atormentaban a sus inocentes esclavos. El tormento con sus consecuencias fatales, más de una vez se convirtió en un suplicio, sin llegar a la condena.

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En fin, el antiguo romano consideraba también deshonrosa la tortura —en base de la tesis demosténica— según quien, «Uk gar hé plége pareceésen tén hybrin!». No tanto los dolores del tormento sino el deshonor que nace de ellos, es lo que constituye la afrenta.

Por todas estas razones determinó el emperador Augusto, que «en adelante no se debe prestar crédito a las declaraciones que nacieron del tormento, porque es cosa frágil y peligrosa», aun si se acepta la opinión de Tácito según la cual «todo gran ejemplo tiene en sí algo de injusticia, porque la injusta desgracia de pocos pudiera —quizás— servir con seguridad al justo interés público de todos!»

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Acerca de la cuestión «Tormentos» había siempre discusiones en pro y contra.

El Magistrado Romano, digno representante de la epieikeia ciceroniana, consideraba que: «cólera implacable es la dureza: y, si se deja enternecer, es debilidad; sin embargo, mejor es ser débil, que inflexible — dice acertadamente Ammiano — y por esta razón, no obstante que la injusta desgracia de pocos pudiera servir con seguridad el justo interés público de todos, pareció a los romanos más conveniente «dejar sin castigo al culpable, que hacer sufrir con los tormentos a un posible inocente» Sin embargo, el censor M. P. Catón insistía en que «es menos peligroso acusar a un inocente que absolver a un culpable!». Otros sostenían el lema todavía vigente que «es preferible que dos culpables estén en libertad, a que un inocente sea apresado y castigado para confesar lo que no hizo.»

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Y, ¿qué se hace en Roma con los que tercamente callan? Ammiano Marcelino nos contesta a esta pregunta. Dice que Numerio, antiguo gobernador Narbonense tenía que responder ante el emperador Juliano por los cargos de malversación de fondos y otros más. Numerio se encerró en su negativa, y además faltaban pruebas evidentes contra él. El fiscal Delfidio, hombre apasionado, viendo desarmada la acusación, no pudo menos que exclamar: «Pero, ilustre César! Si basta con negar, ¿dónde habrá en adelante un culpable?» A lo que contestó Juliano el emperador sin inmutarse: «¡Pero Delfidio! Si basta con acusar, ¿dónde habrá un inocente?»

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