sábado, 21 de junio de 2008

LA LEY Y EL ROMANO


Hay que reconocer que las leyes fueron creadas por el miedo a las injusticias...!
Horacio, Sat.I.3.

Lex est suprema ratio!
M.T. Cicero, De leg.I.6.

Porque a vuestros oídos llegan solamente
el sonido de las palabras, si no investigáis
lo que significan.
L.A. Séneca,
De vita beata 26

Para el antiguo romano nada era más engañoso que la vida humana, donde no podía confiar en el presente y era incierto el porvenir. En esa vida tan insegura lo único conveniente era aprender a no mentir a los dioses y entre los hombres saber respetar las leyes; virtud que nos hace cada día mejores, prudentes y fuertes.

A los «lysidicos», infractores de la ley, advertía Pyndaros, que desgraciado es aquel que se atreve a luchar contra uno más poderoso que él, y este poder supremo que todos deben respetar y querer, en Roma fue siempre la LEY. La ley era fundamento de la libertad, Alma del Estado y fuente de la Justicia.

Consideraban los antiguos que la Ley es invento y don de los dioses. Horacio opinaba que las leyes fueron creadas por el miedo a las injusticias, pero Catón estaba convencido de que mejor es que la ley sea consecuencia del pecado, porque en caso contrario podría ocurrir que el mismo castigo produjera el delito. Cuando le preguntaron a Solón, por qué no había puesto ley contra los parricidios, contestó:

—¡Porque no espero que los haya!

Era escrita la ley, pero el pueblo romano adoptaba también el sistema lacedemónico, en cuanto vertiendo el texto de las leyes en cárminas, aprendía su letra de memoria y su espíritu lo guardaba en el corazón. La diferencia que había entre la interpretación de la letra y el espíritu de la ley nos la aclara en una parábola el antiquísimo autor Luciano. Dice que en una oportunidad el emperador Augusto, en su carácter de juez, absolvió de la falsa imputación de un crimen capital a un inocente. Éste, queriendo manifestar su inmenda gratitud, acercóse al tribunal de Augusto y con lágrimas de alegría, profirió sollozando sus palabras de agradecimiento:

—¡Gracias te doy, oh Emperador, por haber juzgado tan mal e injustamente!

Llenos de indignación los que rodeaban al Príncipe querían lincharlo, pero Augusto los tranquilizó diciendo:

—¡Pero Hombres! ¡Calmaos! Lo importante es ver la intención de él y no sus palabras

La vigencia de la ley entre los antiguos grecorromanos era bivalente. Obligaba al pueblo, pero también al legislador, pues «para qué serviría dar leyes, si las eludirían luego los mismos que las presentaban» anotó con cierta ironía Q. Fabio Máximo.

Los altos asientos en los parlamentos modernos, puestos encima del púlpito del orador, tienen un origen muy singular. En Atenas se sentaban allí los siete nomophylakes, es decir, los ‘Guardianes de las leyes’, que desde estos altos asientos «parecían representar la ley, que está encima del pueblo mismo». Si advertían éstos que el orador atacaba una ley, lo interrumpían en su discurso y ordenaban la inmediata disolución de la asamblea.

El legislador, especialmente el titular del proyecto de la ley, se hacía también responsable del contenido de la misma, y por esta razón ostentaba siempre el nombre de su autor, quien en caso de que la ley resultara inicua, podía ser perseguido y castigado por la justicia.

Al pueblo, como verdadero soberano se lo consideraba impecable, pero el orador, el que proyectaba la ley, tenía siempre la responsabilidad, por el contenido de la misma. Esto nos demuestra claramente una notable referencia de Valerio Máximo, según quien nunca faltaban grandes hombres, los cuales, sacrificando su propia vida, aleccionaban a sus conciudadanos que «el hombre tiene que doblegarse ante las leyes, y no la ley ante los hombres»

Dice él que el legislador pitagórico Thurius Charonda, para evitar que las asambleas populares se conviertan en sangrientas sediciones, por medio de una ley prohibió entrar al lugar de los comicios armado, y, para hacer respetar esta ley, estableció para los infractores la pena capital.

Poco tiempo después ocurrió que Thurius Charonda al llegar del campo a su casa, ceñido con su larga espada, fue llamado con tanta urgencia a un concilio que en su apuro ni siquiera tuvo tiempo para cambiarse de ropa. Presentóse entonces en la asamblea y, recién allí se dio cuenta de que estaba todavía con su espada, porque los presentes le advirtieron:

—¡Thurius! ¡Esta vez tú mismo estás violando tu propia ley!

Charonda, entonces, en vez de disimular su culpa o excusarse con urgencia, dijo:

—Yo mismo, y aquí mismo daré la satisfacción a esta ley violada.

Acto seguido arrojándose sobre la punta de su propia espada se quitó la vida, dando de esta manera a sus conciudadanos un noble ejemplo y la inolvidable advertencia que «para poder ser libres, debemos ser obedientes esclavos de la Ley!»

La ley era para el pueblo y, por ello estaba por encima del pueblo. Obedecer a las leyes era lo mismo que obedecer a los dioses; pero, obedecer a las leyes era a su vez una virtud que tanto en Grecia, como también en la antigua Roma era considerada como beneficio reservado sólo a las personas honradas. Constantino, el emperador, por ello resolvió dejar inmunes de la severidad judicial a aquellas personas a quienes por la vileza de sus vidas no las creyó dignas de la observancia de las leyes.

En los demás la ley se cumple inexorablemente a veces con el Summum Jus, y a veces con la dichosa rectificación aristotélica de la justicia rigurosamente legal, por medio de la cual queda confirmada la rara tesis de que la Ley a veces resulta más humana cuando se cumple solamente en su letra. Para mejor ilustración del lector, recordamos aquí el caso singular del legislador pitagórico Zeleuco, que igual que Charonda, era de la ciudad ítalo-griega de Locros.

En una oportunidad el hijo de éste fue sorprendido en adulterio, delito que en Locros según lo establecido, precisamente por una ley de Zeleuco, era penado con la «pérdida de dos ojos».

El pueblo, conmovido por la tragedia del joven, suplicó al Padre, que por esta vez tuviese misericordia y le concediese el perdón. Zeleuco resistió un tiempo, pero ante los insistentes ruegos y súplicas de su pueblo, decidió que la ley debía ser cumplida, aunque esta vez solamente en su letra, ordenando, que según la pena, que acompaña la culpa, la luz sea apagada en los «dos ojos», de los cuales solamente uno correspondía a su hijo, porque el otro —participando de la pena— le pertenecía a él.

De esta manera, Zeleuco cumplió fiel y equitativamente, hasta con la letra de la ley, conciliando la justicia del legislador con la piedad y misericordia del padre. Con su ejemplo memorable logró demostrar que la ley permite a veces un resultado equitativo, precisamente cuando se cumple solamente su letra.

En la antigua Roma la Ley Suprema de las Leyes era servir a la utilidad pública, ante la cual, según Livio la misma ley a veces tenía que doblegarse hasta dormir, y como Plutarchos nos dice, también callar. Cuando terminó la guerra címbrica, C. Mario, el cónsul romano, en reconocimiento del valor de unos mil camerinos, les concedió la muy codiciada ciudadanía romana, y a los que le objetaban eso diciéndole que lo que hizo es ilegal, respondió:

—¡En el ruido de las arenas no se puede oír la voz de la ley!

Referente a esto, cabe observar que en Roma era muy conocido el lema euripídico de César. «Nam si violandum est jus regnandi causa, violandum est! In aliis rebus pietatem colas!»– ‘si por causa del mejor gobierno hay que violar la ley, ¡hágase! Pero en las demás cosas hay que respetar la piedad!’ En Roma estaba muy en boga ese mote de César, en nombre de la omnipotente utilidad pública.

Estuve yo presente, afirma Luciano cuando dijo Demonax a un jurisconsulto, que las leyes son prácticamente inútiles, pues los buenos no las necesitan, y los malos jamás las respetarán.

Ese pesimismo de Luciano estaba todavía subrayado con la arrogante observación de Carilao, según quien «Los que gastan pocas palabras, no necesitarán muchas leyes»

Sin embargo, ni los argumentos de Demonax, ni el de Carilao, pueden hacernos olvidar la norma aristotélica según la cual «los demagogos sólo aparecen allí, donde la ley ha perdido su soberanía!»

Sin la ley no podríamos vivir, pues según Apiarius, donde no hay ley, no habrá justicia, ni Magistrados porque «El Magistrado es la Ley que habla, y La Ley es el Magistrado mudo!»

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