sábado, 21 de junio de 2008

EL TIRANO


Es propio de un tirano, aborrecer y ser
aborrecido por su súbditos.
Polibio Megolipolitano V.3.

El terror es medio inseguro para excitar
la veneración.
C. C. Plinius. Epist. VIII. 24.

La muerte eterniza a aquéllos cuyo
remate alaban aun los que la temen.
Séneca, De prov. II.

«¡Al castigar a los tiranos no se debe
imitar sus crímenes!» (Heraclea).
T. Livius. 24. 26.

La tiranía griega, según Aristóteles, era el gobierno de una sola persona, que reinaba como señor absoluto en el Estado.

¿De dónde vinieron los tiranos o cómo podían llegar al poder? Podríamos contestar estas interrogaciones siempre actuales quizás a la manera de un sorites euclédica, porque la tiranía griega surgía siempre donde abundaban los cerros y las montañas, de allí que estos lugares según la opinión del pensador griego, favorecieron a la oligarquía, afincada en sus burgos, en la cima de los cerros y controlando con seguridad la región. Donde existe este régimen habrá siempre suficientes ignorantes que hacen lo que no saben, por qué lo hacen, preparando de esta forma una situación confusa y anárquica, que a su vez, —según Pitágoras— abre justamente las puertas a un demagogo, que siempre está presente allí donde la ley perdió la soberanía.

En la antigua Grecia nunca faltó un demagogo que al llegar el poder, precisamente por la ignorancia e impotencia del pueblo, se transformaba automáticamente en tirano, y que según la acertada observación de M. T. Cicerón, no podía tener ni lealtad ni afectos. Sólo tienen la desconfianza, la inquietud, semillas de la crueldad, cuyo hermano es el olímpico odio.

Durante cuarenta y dos años ejerció Dionisio la tiranía en Siracusa, antes hermosa y floreciente ciudad griega en Sicilia. Dícese que en ella existían solamente dos encarcelados: el pueblo y el mismo tirano Dionisio, pues este hombre, como nos refiere Cicerón y Valerio Máximo, no se fiaba de nadie en Siracusa, y para su custodia personal, eligió extranjeros, seleccionados entre los rebeldes esclavos de las familias patricias. Este mismo acto confirmaba la tiranía de su gobierno, pues el rey, electo por el pueblo, suele tener una guardia de ciudadanos para defender su vida de los extranjeros, mientras que el tirano hace todo al revés y tiene una guardia de extranjeros para protegerse de sus propios súbditos.

Dionisio, temido por todos, temía también a todos, y por esta razón, él mismo era un cautivo más en su esclavizada patria. Era un solitario en el interior de su castillo, que más bien parecía una cárcel y fortaleza que un palacio.

Encerrábase allí, y para no arriesgar su cuello a la navaja de un charlatán barbero, lo hizo crucificar, y en adelante se hizo afeitar por sus propias hijitas, pero cuando las princesitas ya fueron adultas, creció con ellas también una desconfianza, y por esto quitó de sus manos la navaja, enseñándoles a rizarle la barba y cabellos con un hierro caliente, que no tenía filo, ni punta, sino que era redondo y romo.

Su lecho estaba rodeado por un amplio foso y para llegar a él, tendió un puentencillo de madera que era levantado después de cerrar su doble puerta. Cuando se dirigía al pueblo hablaba siempre desde una torre alta e inaccesible. Dionisio era por excelencia la desconfianza misma, vestida con la toga purpúrea de la crueldad.

Un día, entregándose en el patio de su palacio al ejercicio del juego de pelota, dio a su joven secretario, a quien quería mucho, su espada y su túnica. Uno de sus parientes le advirtió, diciendo con una sonrisa:

—¡Dionisio, al entregar tu espada ahora a este muchacho, le has confiado tu vida!

A lo cual contestó el joven con otra sonrisa. Pero las risas se transformaron en el acto en lágrimas, porque Dionisio los mandó presto a ambos desde el patio del juego directamente al patíbulo. A su pariente, porque había descubierto un camino seguro para matarlo con facilidad, y al secretario porque cometió la imprudencia fatal de aprobar las palabras del otro con cara risueña.

El Genio de Cartago sostiene que el tirano sólo por la voluntad de Dios puede tener señorío sobre la tierra. A su vez los antiguos pobladores del Ática, opinaban de otra manera, y estaban convencidos de que los dioses sólo toleraban a los tiranos para probar a los pueblos, hasta que la resistencia de los esclavizados pudiera acabar con ellos.

Consideraban que conceder la soberanía a una sola persona, es hacer omnipotente al hombre y despertar al mismo tiempo a la bestia que amenaza, no la riqueza de pocos, sino a la libertad que pertenece a todos. Por esta razón opinaban los helenos que el tirano no podía ser justo y por ello tampoco útil, ni honesto, sino por el contrario, violador de leyes, ladrón de soberanía y verdugo del pueblo y de la libertad.

Expresa Aristóteles que en todos los hombres el amor a la libertad nace del principio de que el corazón es imperioso y no quiere someterse jamás. De ahí surge con fuerza impetuosa la rebeldía, que llama a un pueblo entero a defender su libertad violada.

Cicerón tenía voces de repudio para los tiranos y consideraba que es glorioso dar al tirano la muerte, eliminándolo de la sociedad humana. Los filósofos estaban convencidos de que el rey de las abejas no tiene dardo, entonces el tirano también puede tener por lo menos oídos, y así se contentaban con aplacar sus iras por medio de buenos pero impotentes consejos.

Uno le advertía a un tirano que admirable es disponer de todo y sin embargo no desear para sí nada. Polibio consideraba que es feliz el poderoso, pero sería más feliz todavía si pudiera dejar el poder. Pytaco recomendaba a un cruel iracundo que el perdón es mejor que el arrepentimiento, y Periandro advertía a otro que en vez de tener una costosa guardia, sería mejor protegerse con el manto sagrado de la benevolencia.

Las recomendaciones de los sabios jamás surtieron efecto, porque los tiranos no suelen renunciar, tal vez por la causa que Jasón refiere, según la cual el tirano moriría en la miseria si cesara de gobernar, ya que no aprendió a vivir como simple ciudadano.

Por esta razón la tiranía en Grecia siempre tuvo que ser derrocada por la violencia. Largo sería contar el luctuoso fin de los tiranos en el Ática; sólo cabe recordar aquí el caso heroico y al par tragicómico de Zenón de Elea, quien, según informa Heráclidas en el Epítome de Sayro, en su intento por asesinar el tirano Nearco fue aprehendido y llevado ante él. Al ser interrogado sobre la identidad de los demás conjurados, Zenón, con su índice acusador señaló uno por uno a los amigos del tirano que estaban a su alrededor.

El sorprendido Nearco los mandó inmediatamente al suplicio y al quedar solos le pregunto al cautivo Zenón, si podía decir todavía algo más.

—¡Sí! —le contestó éste— pero lo que tengo que decirte es tan reservado que puedo susurrarlo únicamente a tus oídos.

El tirano se inclinó entonces hacia adelante y Zenón le tomó la oreja con sus dientes y no la soltó hasta que lo acribillaron a estocadas los otros conjurados. Zenón, con su método hizo escuela, porque Aristogitón, auxiliado por Hermodio, en la misma forma libró a Atenas del tirano Hippias, que era hijo de Pisístratos.

El temperamento rebelde del griego antiguo otorgó poco tiempo de duración al gobierno de los tiranos.

Cuando le preguntaron a Thales, cuál es la cosa más rara en Grecia, contestó: «¡Un tirano viejo!»

Sin embargo, pudo ocurrir también lo contrario. Dionisio, el tirano de Siracusa, mantúvose en el poder durante cuarenta y dos años porque el pueblo pensaba quizás lo mismo que la sencilla mujer que, diariamente, rezaba ante el altar de los dioses por la salud y larga vida del tirano.

El agradablemente sorprendido Dionisio acercóse entonces y le preguntó a la mujer, por qué causa se decidió a rezar por él.

Ella, sin hesitación alguna le dijo:

—¡Señor! Cuando yo era una muchacha, teníamos un tirano feroz y hemos deseado muchísimo de alguna manera librarnos de él, y cuando lo asesinaron, ocurrió que vino otro que resultó todavía peor. Ésta es la causa, por la que ahora estoy suplicando a lo dioses que más nos conviene tenerte a ti, que cambiarte por uno peor.

«Multos timeat, quem multi timent», ‘al que temen muchos, debe cuidarse de muchos’, dice la sentencia de Syrus Publius, y entre esos muchos jamás faltaban algunos valientes que preferían la alternativa de matar al tirano o morir bien, evitando así el peligro de vivir mal.

Sabían luchar por la libertad de su pueblo, y si tenían que morir seguramente pensaron lo mismo que dijo el inmortal Cicerón: «La suerte de mi Patria, después de mi muerte, no me preocupará menos que en esta hora de angustia, cuando tengo todavía mi vida, que en cualquier momento puedo ofrecer por ella».

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