sábado, 21 de junio de 2008

El romano y la muerte


Epaminondas: «Cuando yo muera llegará
no el fin, sino el comienzo!».
M. Valerius Maximus. III. 2. ext. 5.

Desnudo llegué a esta tierra!
Desnudo volveré a la tierra!
S. August. De civ. Dei. I.

Dice Petronio que la vida es una fragante flor entre dos eternidades: por ello «todos corremos la misma suerte; al que nace, sólo le resta morir. El espacio que nos separa de la muerte puede ser diferente, pero el fin es siempre igual. El tiempo que media entre el primer día y el último es incierto. Si consideras la miseria de la vida, ella es larga hasta para el niño; si contemplas su duración, es corta hasta para el anciano» —afirma Séneca en una epístola. Nacimos para morir! Por ello dijo una madre romana: «Cuando di a luz a mi hijo, ya sabía que un día tendría que morir, y para esto lo crié!» Todos nacemos para eso!

Contemplando la duración de la vida nos inclinamos por la larga, pero tratándose de la muerte, más conveniente es la rápida. C. J. César, en la víspera del día en que murió, estuvo cenando en la casa de M. Lépido, y en la tertulia acerca de la muerte, le preguntaron, según su opinión ¿cuál es la muerte más apetecible?, contestó: «La repentina e inesperada!». Pero ¿se puede llamar repentino lo que durante toda la vida se nos está intimando? —preguntó con cierta ironía Séneca.

La palabra «muerte» era en la antigua Roma de mal augurio. El romano evitaba pronunciarla y más bien la llamaba la sombra. Con esta sombra dialogaba el epigramista Marcial, cuando dijo:

«Si me sigues, huyo, si huyes, te sigo;
tal es mi genio.
No quiero lo que tú quieres!
Lo que tú no quieres, quiero!»

El romano velaba por sus muertos durante un día; era un uso antiquísimo encender los cirios alrededor del féretro, hasta que llegó el Cristianismo que en el Concilio de Elvira prohibió el uso de las luces, argumentando que el muerto que duerme en paz, no debe ser turbado.

Después del velatorio, al otro día «...preparábase ya la hoguera, que como papel iba a arder luego y la esposa desolada echaba myrra y romeros al fuego...Ya arde la pira y se hallan preparados, la fosa, el fúnebre lecho y el embalsamador...». El diestro embalsamador, pues era costumbre en Roma, separar una parte del cuerpo a la manera etrusca, antes de cremarlo en el Campo de Marte. Se separaba una mano o un dedo, se embalsamaba y enterraba aparatosamente con las cenizas.

Este acto era la inhumación. Según Cicerón, en su época se empleaba indistintamente para todas las sepulturas la palabra inhumación, pero antes la aplicaban sólo a aquéllos, sobre quienes se arrojaba un poco de tierra según el derecho pontifical. Era esto el «justum facere», el acto último y justo, es el acto de despedida que hoy hacemos todavía, cuando acompañamos a la última morada al ser a quien hemos perdido.

El lugar, donde se cremaban los cuerpos, no tenía en Roma ninguna santidad: el lugar «religioso» es sólo aquél en que yace el cuerpo y especialmente la cabeza. Está ubicado fuera de la ciudad, pues la Ley de las Doce Tablas estableció que Homimem mortuum in urbe en sepelito, neve urito! Un hombre no sea cremado, ni enterrado en la ciudad.

El lugar, donde yace el cuerpo recibe el nombre de tumba, del griego tymbón. Los romanos manifestaron preferencia por la Vía Flaminia para poner sus tumbas, donde se juntaron grandes cantidades. En Roma se llama cementerio, palabra tomada del griego koimeterion, cuya versión castellana es «dormitorio».

Cubrían los antiguos las sepulturas con flores, símbolo de la vida, especialmente con violetas, rosas, y lirios. Tertuliano reprobó derramar flores sobre la tumba, pero el romano no podía renunciar de esta antiquísima costumbre de recibir flores cuando nacía, cuando se casaba, y cuando se despedía de la vida. Nadie, ni nada pudo quitarle este derecho sin edad, que hace que con flores la vida se despida del muerto, que entra en la eternidad.

Nacimos muchos, amamos entre dos pero a la tumba descendemos solos, y, en Roma se descendía a la tumba muy sencillamente, pues «justo es que la diferencia de la fortuna desaparezca ante la muerte».

El mismo Estado por razones económico-políticas, cuidaba el estricto cumplimiento de esta máxima. La ley «Solón-Romana» prohibía llevar a la tumba oro, y permitía solamente que aquél, cuyos dientes estaban sujetos con puentes de oro fuera sepultado con ese metal precioso. Nadie podía arrojar a la pira más de tres trajes de luto, adornados con lazos y nudos de púrpura. Nadie podía edificar durante la República tumbas, mausoleos, cuya altura excediese al trabajo, que pudiesen realizar cinco hombres en cinco días, ni colocar piedras mas grandes que el espacio necesario para grabar el elogio del muerto en cuatro versos ennianos.

También Roma prohibió que la sepultura tomara partes del campo cultivado, porque la tierra que puede producir frutos y suministrar alimentos para los hombres, es como una madre a sus hijos: no debe recibir ningún daño ni de parte de los vivos, ni de los muertos. Esto parece como si fuera la fiel copia de la Ley de Cecropio, según la cual, cuando la sepultura se cubría con tierra, los parientes más cercanos sembraban semillas en aquella tierra, cuyo seno, como el vientre de una madre, se abría para la muerte, y purificado por aquellas semillas, se devolvía a la vida; dice Cicerón en su tratado sobre las Leyes.

El dolor es más anciano que la humanidad. Existía ya antes que naciera el hombre. Nadie está exento del dolor. La primera manifestación en nuestra vida al venir al mundo es el llanto. Con el llanto pasan los años, y las lágrimas nos acompañan cuando abandonamos esta vida.

Pero el dolor no es causa suficiente para llorar, pues, como Séneca dice: «Es injusto lamentarse, cuando tan poca distancia media entre el que ha muerto, y el que llora. Aquél, que crees perdido, no ha hecho más que marchar delante! No hay que llorar por el que ha partido antes que tú, cuando tú mismo tienes que correr igual camino.

A nadie es tan grato tu dolor como a aquél a quien perdiste: pero él o no lo entiende, o no quiere que te atormentes; en consecuencia, si aquél por quien se vierten las lágrimas no las siente, superfluo será tu llanto, y si las siente, será penoso para el muerto. El antiguo romano estaba convencido de que llorar por alguien bienaventurado es envidia, y por uno que ya no tiene ser, es ilógico.

Pero si caen las lágrimas, permitamos que caigan! —dice Séneca— más no las provoquemos. No debe añadirse nada a la tristeza, ni se la debe aumentar, porque así manda la costumbre.

En Roma se ha visto llorar al sabio, sin que hubiera perdido por ello su autoridad, pero también se vieron mujeres que gemían al estar rodeadas, pero permanecían tranquilas cuando se encontraban solas. Si llegaba alguien, volvían a llorar, se mesaban los cabellos y para fingir el deseo de morir, se arrojaban a la tumba (aun sino sobre la pira!) Triste dolor que duele mientras tiene testigos! Para terminar con el dolor y más de una vez con el teatro, la Ley Decemviral prohibió a las mujeres arañarse las mejillas y lamentarse.

Los antiguos concedían a la mujer un año para llorar. No para que llorasen tanto tiempo, sino por temor de que llorasen más. Séneca recomienda a los inconsolables, que si uno no puede poner fin a las lágrimas, tiene que —por lo menos— reservar algunas.

El antiguo romano cuando estaba de luto, se rapaba las cejas desnudaba su corazón y repartía su dolor, porque «...dividir la pena entre muchos, con el consuelo, hará más pequeño el dolor que anida en el corazón» —nos enseña Séneca.

Sin embargo, consideraba que la mejor manera de participar en el dolor de su prójimo, es, precisamente no molestar al que sufre. Dice Cicerón, que en Roma suprimían toda reunión numerosa de hombres y mujeres a fin de disminuir las lamentaciones, porque la concurrencia de muchos, aumentaba el duelo y el dolor de pocos. Por esta razón prohibió Pítaco, a quienquiera que sea, asistir a los funerales de un extraño.

En la antigua Roma el muerto tenía que ser digno de ser llorado. Los indignos —opinaban los antiguos— ni merecen el recuerdo. Leemos en el Digesto de Marcelo, que no se puede guardar luto por el que se hubiera armado contra su propia patria.

Hay que recordar a los muertos! Algunos sepultan al muerto junto con su memoria. Llorar mucho y olvidar pronto, es como el amor de las aves con sus polluelos. Violento e insensato, mientras los tienen en su alrededor; pero se extingue en seguida, cuando los pierden.

El romano quiere sobrevivir, por lo menos en el recuerdo. Por esta razón construye monumentos —según Florentino— para la posteridad y según otros para la memoria. Pero el gasto de un monumento es inútil —dice Plinio— porque «mi nombre no perecerá si mi vida fue digna de memoria».

En la antigua Roma la gente culta no lloraba a sus muertos, porque estaba convencida que a quien hay que compadecer, no es a los muertos sino a los que viven, porque los vivos un día serán muertos, y son los muertos los que en el recuerdo sobreviven!

1 comentario:

elfornit dijo...

No entiendo mucho de blogs. Pero quiero decir que este es excelente. Este artículo (El romano y la muerte) ya lo conocía y me pareció profundo y hermoso. Me encantaría tener datos biográficos de Kornel Zoltan Mehesz. Felicitaciones.