sábado, 21 de junio de 2008

EL HOMBRE ANTIGUO Y EL LIBRO


Multum legendum esse, non multa!
C. C. Plinius. : epist. VII. 9.

La imperfección de la memoria es el padre de la sentencia: «Verba volant, scripta manent.»: las palabras vuelan, pero los escritos quedan. Quizás, por ello los hombres antiguos comenzaron a escribir. Los fenicios, los primeros libros de réditos, los griegos sus pensamientos y los sacerdotes romanos a la manera samnita sus anales, sobre hojas blanqueadas de lienzo.

Tenían los tres requisitos para escribir; mens sana, tiempo, e instrumentos. Había en abundancia tintas, estilos, tablas enceradas, hojas de lienzo y más adelante papiros y pergaminos. La fabricación de estos dos últimos productos en la época de Cicerón estaba ya muy desarrollada y en Alejandría los tenían en tal abundancia, que utilizaron papel hasta para preparar sus momias .

Existía en los antiguos un ímpetu virgiliano por escribir. Dice Séneca que Décimo el gramático, compuso cuatro mil volúmenes; Plinio, el mayor, a su vez nos refiere que para la composición de su obra maestra Historia de la Naturaleza, ha leído más de dos mil libros. La existencia de estos libros indirectamente la demuestra Cicerón, que habla de libros, en su época ya muy antiguos, y de considerable valor, mencionando que ha recibido uno como obsequio y honorario por su actuación como abogado .

Con sumo cuidado preparaban y juntaban los libros: preciosos reflejos de la inagotable mentalidad antigua; de esa manera surgieron las primeras y afamadas bibliotecas públicas y privadas en Atenas, Alejandría, Pérgamo, Patras y Roma.

Roma especialmente se destacó por su bibliofilia: hasta existía allí un gremio especial de artesanos, que se ocupaba solamente de los libros. Copistas, encoladores, bibliotecólogos, instruídos por especialistas, traídos a este fin directamente desde Alejandría.

Con satisfacción escribe Cicerón a su amigo Attico, «Si tú vieras qué admirablemente ha ordenado mis libros Tyranión. Lo que me queda ahora, es mucho mejor de lo que creía, pero necesitaría todavía dos hombres de tu biblioteca: Tyranión los empleará como encoladores y encuadernadores».

Cicerón también pidió literatos a Cleopatra, cuando la reina del Nilo estaba visitando a César en Roma, pero en otra carta, dirigida a Attico, vemos que Cleopatra olvidó cumplir su promesa, pues la critica ásperamente: «Detesto a la reina, pues no cumplió su promesa. Amón sabe que yo tengo razón en esto. Él me aseguró que ella cumpliría lo que me había prometido acerca de un literato. Te aseguro, amigo, que no puedo recordar sin resentimiento la soberbia con que Cleopatra me trató cuando me vio en el jardín de Transtíber»243/a.

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En Roma florecieron las librerías y para satisfacer a los lectores, se abrieron varias bibliotecas públicas, entre las cuales eran muy conocidas la de Tibur en el templo de Hércules, la biblioteca latina y griega , la de Tiberio , de Octaviano y de Trajano, elogiada tanto por Plinio.

Entre los patricios era de buen tono tener la propia biblioteca con el personal correspondiente. La biblioteca de Orígenes, la de Lúculo y de Syla eran muy apreciadas por sus ejemplares muy raros antiguos, y sumamente preciosos (robados de la colección de Atelicón y de Atenas).

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Las bibliotecas de los antiguos pueblos eran las pacientes maestras de las grandes poblaciones al servicio de la educación, ya que el hombre antiguo, especialmente el romano era un asiduo lector. Dice Séneca que él «se entretiene solamente con sus libros» y, Cicerón dijo que «...aunque me duplicasen el tiempo de mi vida, no tendría bastante tiempo para leer todo». En una de sus cartas políticas dice: «Estoy devorando la biblioteca de Fausto, ...solamente me sustentan las letras, pues considero —dice en otra carta— que «Ouden glykyteron hé pant eidenai», ¡no hay cosa más agradable que saber todo!

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Lamentablemente en Roma también ocurrió lo que tan a menudo observamos hoy. Los lectores más apasionados fueron precisamente los que carecían de los recursos necesarios para tener una biblioteca particular y los dueños de las costosas colecciones —como Séneca sostiene— no conocen ni siquiera el índice de sus propios libros, que no les son instrumentos de estudios, sino sólo ornamento de sus salas... Hallarás en poder de personas ignorantísimas todo lo que está escrito de oraciones, y de historias. Tienen los estantes llenos de libros hasta los techos, ...y aún en los baños se hacen librerías, como alhaja forzosa para las casas: si todos estos sirvieran a los deseos de los estudiosos, pero —lamentablemente— estas obras exquisitas, obras de sagrados ingenios, entalladas con sus imágenes, se buscan para adorno y gala de las paredes .

Recomienda Séneca tener solamente «la suficiente cantidad de libros, ¡sin que ninguno de ellos sirva para la ostentación!», por ello los antiguos autores recomendaban seguir los postulados del precepto: «Multum legendum esse, non multa». Más conviene leer poco, pero con profundidad, que leer mucho y superficialmente .

Las grandes bibliotecas tanto las públicas como las privadas desempeñaron siempre un importante papel en la vida de los pueblos antiguos. La biblioteca, el libro en general, muy pronto calificábase como factor político, en lo interno y externo.

En la vida interna de un pueblo no podía carecer de importancia la calidad de los libros. En el caso de Roma, v. gr., sabemos que esa ciudad estaba inundada por los libros: productos propios y en su mayoría de origen extranjero; griego y babilónico. Llegó en forma de botín una abigarrada masa de libros de bibliotecas saqueadas, sin la mínima selección cualitativa, sin la revisión censoriana. Una gran cantidad de estos libros era de carácter expresamente destructivo, los cuales como soldados invisibles, con sus letras envenenadas transformaron poco a poco la victoria latina, en Grecia, en la incurable decadencia romana.

Dice Plutarco que después de la derrota de Craso en Persia, el gran visir de los Partos presentó ante la asamblea de su país los libros que encontraron en el equipaje de los soldados romanos. Eran estos libritos los muy obscenos del griego Arístides, llamados «Milesiacos», que estaban tan en boga entre los soldados romanos. Surenas infamaba a los romanos de que ni siquiera en la guerra podían prescindir de entretenerse con semejantes libros inmorales .

Las bibliotecas representaron un valor político externo también.

Pisístrato fundó la afamada biblioteca de Atenas, que en su época de oro contaba con medio millón de tomos. Cuando Jerjes se apoderó de la ciudad, salvó de las llamas los libros y los trasladó a Persia. Estaba, pues, convencido de que los griegos despojados de sus libros, estarían privados también de su integridad nacional y de valor combatiente. Quizás por esta razón saquearon los romanos las grandes bibliotecas en el extranjero. Paulo Emilio se apoderó de la colección macedónica de Perseo; Syla confiscó los libros, que de Persia devolvió a los atenienses el rey Señeuco Nicanor .

Opinaban de otra manera los Godos. Dice Trebelión que cuando éstos llegaron a Atenas, cuidaron mucho que la Biblioteca no fuera saqueada, ni incendiada, sino por el contrario, la dejaron a los griegos con el objeto, de que ocupándose en la lectura, olvidasen la práctica de las armas, y de esa manera existía la posibilidad de poder vencerlos en el futuro con todavía mayor facilidad.

Entre los dos factores desde luego no faltó también la causalidad, aunque hoy faltan quienes más bien quisieran emplear la palabra casualidad.

En la primera guerra por Alejandría, César según el testimonio de Plutarco, cuando «interceptáronle después la cuadra, se vio precisado a superar este peligro, por medio de un incendio, que de las naves se propagó a la célebre biblioteca, y la consumió» : Séneca nos informa que «cuatrocientos mil tomos se abrasaron en esta oportunidad sin siquiera alterarse algo, pues él sostenía que todos estos libros fueron juntados no para los estudios, sino sólo para la vista» .

En la época clásica, en los primeros siglos de la era cristiana, desaparecieron como fácil presa de las guerras y llamas dos millones de rollos y códigos de inapreciable valor.

Es suficiente leer solamente algunos libros que quedaron para poder imaginar la titánica grandeza de la cultura antigua, y al mismo tiempo palpar y sentir la evidente decadencia de nuestra cultura hipercivilizada.

Conviene leer a estos sobrevivientes de la antigua cultura clásica para poder aprender la profunda enseñanza del lema, «Legi multum utilia, non multa et vana!» Hay que leer con atención los libros buenos, y tirar sobre la pira los que son dignos sólo para el fuego.

Hay que leer los libros con la mentalidad ciceroniana, para poder sentir que el saber es efectivamente la cosa más agradable.

Leyendo los libros de los antiguos, nos sentimos un poco en el pasado, que nos conviene conocerlo, para encontrar el camino seguro, en forma más fácil, para el futuro.

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