sábado, 21 de junio de 2008

CATÓN MINOR DE UTICA


¡Lo mismo, que Catón sin la libertad!
Pues ni Catón vivió, en muriendo la libertad,
ni hubo libertad, muriendo Catón ...
L. A. Séneca, De const. II.

¿Qué será la libertad, sin Catón?
Valer. Max. VI:2.5.

En las postrimerías de la decadente República, en el año 95 a.C.n., nació el afamado bisnieto del insigne Marco Porcio Catón, que llevaría el mismo nombre, completado con el apodo «Minor».

El tan renombrado contemporáneo de M. Tulio Cicerón, Pompeyo y César, adoctrinado por un diestro maestro, ya desde su tierna infancia practicó las reglas de una vida austera y gracias a ello tenía en un cuerpo sano un alma virtuosa, carácter inflexible y todas las dotes del hombre valiente.

Traseas y Máximo Valerio nos refieren que el todavía niño Catón, cuyo padre era íntimo amigo de Sila, en una oportunidad, acompañado por un maestro, llegó a la casa del dictador, casa que parecía más bien una cárcel y lugar de suplicios, pues estaba repleta de detenidos y por doquier se veían las cabezas de los ejecutados.

Aterrado e indignado por el cruento espectáculo, el joven Catón preguntó a su ayo cómo era posible que no hubiera alguien que pudiese eliminar a tirano tan malvado.

Sarpedón le contestó que la causa de esto era que lo aborrecían muchos, pero que eran muchos más los que lo temían. El muchacho al escuchar esta explicación que tachaba de cobarde a una nación entera, se enfureció y con ojos encendidos gritó: «¡Pues dadme una espada, que yo libertaré de la esclavitud a mi patria quitando la vida de este desalmado!»

Cuando niño, no estudiaba rápidamente y ello le resultaba difícil y un sufrimiento. Gracias a Sarpedón, aprendió a razonar, habilidad que le abrió las anchas puertas de las ciencias y el entendimiento.

Para Catón el tiempo era escaso y los momentos preciosos, por eso jamás se desprendió de sus libros y se dedicaba a la lectura, aun hasta en el mismo Senado en los intervalos.

Sus maestros posteriores fueron los más ilustres filósofos y sus excepcionales virtudes forjaron las doctrinas de Antípater de Tiro, Filostratos de Sicilia, Atenódoro de Pérgamo, y hasta su muerte voluntaria lo acompañaron Apolonides el estoico y Demetrio, el insigne peripatético.

Como cuestor de la República, administraba el tesoro del pueblo, y devolvió brillo a una institución en la que nunca faltaron antes ni la corrupción, ni la murmuración popular.

En una ocasión mandó a Roma por vía marítima siete mil talentos (setenta millones de sestercios), distribuyendo el dinero en miles de cajones, cada uno de los cuales estaba provisto de una cuerda muy larga con un gran corcho atado en su extremo, para que en caso de naufragio, por medio de estas ingeniosas «Boyas de Catón» pudieran ser, sin dificultad alguna, todos recuperados.

Con su política financiera demostró que la República podía ser rica sin ser injusta.

Prefería y pedía para sí el Tribunato de la Plebe, porque la fuerza de esta magistratura sagrada, consistía más en impedir que en hacer, prevaleciendo el veto de una sola persona sobre el derecho de muchas.

En la vida judicial era un valiente acusador y defensor de sus amigos, además insobornable juez en los litigios. En su acusación apoyaba las Catilinarias de Cicerón, única oración de Catón que sobrevivió durante mucho tiempo, porque según el testimonio de Plutarco, los amanuenses «semeyografos», antiguos inventores de la taquigrafía, por medio de signos especiales, anotaron cada palabra de aquella arenga.

En su carácter de juez fue un ejemplar sacerdote de la justicia, que estaba convencido de que, para ser justo, no se necesitaba nada más que el querer serlo.

Nadie se atrevía a recusarlo porque semejante acto era considerado como una confesión indirecta y resultaba lo mismo que perder el litigio.

Su sinceridad era proverbial, y en caso se duda, se acostumbraba a decir en Roma: «¡Pero eso no puede ser aunque lo diga Catón!» En su vida ejemplar, la única sombra quizás fueron sus relaciones con sus tres mujeres: Lépida, Atilia y Marcia.

Estaba decidido a contraer nupcias con Lépida, pero, «por derechos adquiridos» se le adelantó el arrepentido y vacilante novio Escipión Metelo, quien al ver tan solicitada novia, decidió casarse con la mayor urgencia. El enfurecido Catón, quiso vengarse con la iniciación de un pleito y hasta publicó contra su contrincante versos difamatorios, pero sus libelos se estrellaron contra la indiferencia de Metelo.

Casóse luego con Atilia, con quien tuvo dos hijos, pero muy pronto se separaron, ya que ella, la coqueta, conquistó su libertad por medio de un bien merecido repudio.

Eligió entonces por esposa a Marcia, cuya historia ensombreció la fama de este hombre en otros aspectos tan extraordinarios. Ocurrió, pues, que Catón, no pudiendo resistir los continuos ruegos y súplicas de su íntimo amigo Q. Hortensio, cedió por fin su mujer a éste en matrimonio legal. Algunos años después falleció el amigo Hortensio y Catón volvió a casarse con su esposa, dada en préstamo, es decir, con Marcia, quien regresó algo envejecida, pero como riquísima viuda, heredera de los cuantiosos bienes de Hortensio.

Cuenta Plutarco que este acontecimiento constituyó para César una de las principales causas por la cual fustigaba y recriminaba tanto a Catón, diciendo: «Con qué propósito había prestado su mujer, cuando era necesario que estuviera a su lado y por qué volvía a recibirla ahora, cuando ya podría prescindir de ella.»

La verdad es que Catón le cedió a Hortensio su mujer joven y linda, para volver a recobrarla rica, aun si bien ya un poco marchitada.

No obstante eso, Catón fue considerado como un hombre extraordinario y la envidia de su prójimo al sentirse imposibilitado de imitarlo, le amargó la vida entre la copa y los labios...

Distanciado cada vez más de César, después de Farsalia (9.8.48. a.C.n) y Tapso (6.4.46. a.C.n.), Catón se retiró a Utica, esperando allí el fin que se acercaba con las victoriosas tropas de César, su acérrimo enemigo.

Decidió, pues, matarse de antemano, ya que no tenía la cobardía suficiente para suplicar ni la valentía necesaria para excusarse ante una persona que nunca había sido su amigo.

Dice Séneca, que Catón, el filósofo, en su última noche se acostó, colocando a su lado dos instrumentos necesarios que lo auxiliaron en su decisión. Un libro de Platón y su espada; lo uno para desear morir; lo otro, para poder morir.

Después de haber repasado dos veces el libro de Fedón, al amanecer hundióse espada corta en el vientre y al caer de la cama, derribó una caja de instrumentos geométricos. A causa de este ruido, llegaron hasta él sus esclavos y Cleante, el médico. Éste, terriblemente conmovido, colocó las entrañas salientes en su lugar y cosió la herida. Pero Catón ya no quería vivir y al recobrarse del desmayo sufrido, apartó de sí al médico y desgarrándose la herida con manos firmes, abrió el camino de su alma, como no lo logró con el hierro.

César, al saber la noticia, despidióse de los restos de su enemigo con sincero pesar, diciendo: «¡Oh, Catón! ¡Envidio la gloria de tu muerte, ya que tú no me has querido dejar la de salvarte!»

La desaparición de este insigne hombre enlutó a la República Romana, pues Catón no necesitaba de ella, en cambio la Ciudad Eterna, ansiosa de la libertad, precisaba de él.

No podía sobrevivir Catón a la muerte de la Libertad, ni había Libertad, en muriendo Catón.

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